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Iván Candeo

QUIENQUIERA QUE AL FIN SEAMOS (fragment).

La experiencia diaria vivida durante cuatro años fuera de lo que era mi localidad, ha activado varios sentimientos, peligros y connotaciones. Descubrí que aún siento un orgullo juvenil por «mi país», que me hace sentir una especie de nostalgia por el espacio: la geografía, una calle, la luz, el lugar en el que se estableció el núcleo familiar, la casa de los amigos, etcétera. También, cierta nostalgia por tiempos vividos y otros que no viví, pero que he conocido a partir de un esfuerzo de memorización sobre algunos temas específicos del arte y la historia de Venezuela, o por evocaciones de personas de otras generaciones, quienes suelen repetir: «los tiempos pasados fueron mejores».

Otro de los sentimientos que experimenté después de cruzar la frontera fue la vergüenza, por llegar a un lugar del que no eres, o, porque después de todos los acontecimientos sabidos de Venezuela es inevitable que alguien a quien acabas de conocer, se refiera a ti a partir del problema en el que estamos metidos… En ocasiones, digo que fue la necedad la que se apoderó de «nuestros» responsables. Es apenas una manera de desmarcarme –ya no en forma de denuncia, sino de espasmo– de quienes asumen que tienen la misión de tratar a la población como un rebaño.

Hay quienes dicen que el recuerdo en forma de nostalgia y la vergüenza devenida en querer olvidar no deja «avanzar», que ambos sentimientos impiden dar «un paso adelante». Pero, ¿exactamente a dónde ir? Vuelvo a ver la película En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza, del cineasta lituano-estadounidense Jonas Mekas. La vuelvo a ver para encontrar aquel plano en el que su voz, como si fuera el murmullo de un fantasma dice: «no tienes que ir a ningún lugar…».

El estira y encoge entre memoria y olvido sobre el lugar y la historia a la que pertenezco, no se experimenta únicamente por los venezolanos migrantes, también existe un discurso centrado en un país que se pierde, incluyendo a quienes están dentro de la frontera. Sentirse extranjero no parece ser un estado dado exclusivamente por quienes nos desplazamos de un país a otro, sino que hay también migrantes temporales, y es que a veces nos podemos hallar como extranjeros en nuestra propia ciudad, en nuestra familia o con los amigos, en el propio cuerpo.Debido al temor de los venezolanos a que «nuestras cosas» se pierdan, ha surgido la cultura del recuerdo para preservarlas, no es una preocupación gratuita por lo que solemos llamar «identidad cultural» y su relación con los problemas presentes. Nos impresionamos ante la imagen de una biblioteca quemada, una escuela de música mantenida en la ruina, otro medio de comunicación cerrado, colecciones de arte públicas abandonadas, alimentos desaparecidos de la mesa, paro aquí. He visto cómo han empezado a surgir formas, desde múltiples latitudes y propuestas, que van componiendo «lo venezolano» a partir de un recuerdo sobre nosotros mismos.

En algunos casos se trata de imágenes que saltan espontáneamente, que aparecen cuando se padecen, procedentes de una afectación más o menos melancólica; en otros, de imágenes que se agarran como mango bajito y se representan con el mismo facilismo, sirviendo a una estrategia de marketing que ofrece una cómoda manta para aquellos que quieren envolverse en los viejos tiempos; y en otros, de una rememoración activa que explora despacio en el pasado, con la necesidad de buscar «lo nuestro» y hacer algo. Por momentos parece que inmovilizamos el tiempo con nuestra condición de memoria, a la manera de una ilusión, en la que conservamos zonas estables que no se han transformado durante todo un periodo.

Aprendo a hacer preguntas así: ¿Qué objetivo tiene la memoria que practicamos? ¿Qué es lo imprescindible por preservar de nuestra cultura? ¿Al intentar retener algo en medio del derrumbe podemos correr el peligro de apelar a los clichés más comunes del imaginario de un país? ¿Estamos dispuestos a toda costa a anclarnos en unas representaciones? ¿O es preferible tenderse, sin miedo, y asumir un proceso de reinvención? ¿Cómo develo mi mirada sin tener que apoyarme en una «identidad» de origen? ¿Dónde está el equilibrio entre el recuerdo necesario para repensarnos crítica y creativamente, y la adicción por las fantasías gloriosas del pasado que simplifican y nutren la nostalgia?

La facultad de memoria es tan ambigua y la historia de las cosas que olvidamos es tan larga –sobre todo en las culturas que suelen anteponer la innovación a la tradición– que ante el prestigio incondicional que gana la memoria, creo necesario que intentemos precisar la cuestión: ¿cómo lo hacemos?, ¿cómo hablamos de las referencias del pasado en el presente? Porque haciendo uso de la capacidad de la memoria que todos tenemos, cualquier sociedad puede tomar conciencia de sí misma; pero también, remontándonos en el tiempo, se pueden explotar unas narrativas del pasado y ser ejercidas como fuente para reprimir a los ciudadanos hasta el presente. Con esto quiero decir, que las reminiscencias pueden ser un acto de resistencia a los totalitarismos, pero también que la memoria –y el olvido– siempre selectivos, pueden servir para coaccionar simbólicamente desde un tipo de ideología, sobre todo por aquellos que tienen vocación de dominio y manipulación del pasado, los mismos que impiden unas narrativas mientras que otras las siguen conservando para inculcarlas.

Las «cosas ausentes», bien sea por distancia física o temporal, pueden o no ser usadas de una u otra forma, representadas de tal o cual modo. Aplicar la memoria, recuperar el pasado de forma liberadora, depende de qué traer al presente, cómo se representa, quién la ejerce, para qué lo hace, qué efecto tiene la manera como lo hacemos. En definitiva, del trabajo que se haga y de la utilidad que le demos. Considero que en esto consiste su condición cognitiva, de aprendizaje. En pedagogía, por ejemplo, un texto o lección recitada al caletre es solo una mera representación.

La memoria tiene un valor para la cohesión y supervivencia cultural en una sociedad, cualquier configuración de identidad personal o colectiva depende de ella. La sociedad venezolana tiene la responsabilidad de trasmitir a otras generaciones lo que ella considere sus logros culturales. Y bajo el signo de justicia, es un deber moral indispensable, para reparar los crímenes imperdonables e imprescriptibles que se han cometido. Alabar la desmemoria en ese sentido es muy peligroso.

Si bien es así, por mi parte, también he sentido que no debo hacerme preso de algún recuerdo como quien rumea en su propio estómago, por muy dulce que sea, y mucho menos si es amargo, porque una ausencia puede paralizar el poder de obrar que todos tenemos, impidiendo que creemos una historia nueva que reelabore las heridas de la decadencia. Además, tampoco quiero rendirle culto a la memoria literal como un mandamiento más de la religión nacional. La memoria tiene una dificultad de enfoque y la identidad tiene una relación frágil y complicada con el tiempo, la de Venezuela en este momento forma parte de un duelo que se prolonga, por eso no creo necesario acentuar o exagerar ninguna marca. Me digo a mí mismo: «Ni exceso de presencia del pasado en el presente, ni falta de presencia del pasado para siempre». ¿O será que no quiero darme cuenta, que solo me estoy resistiendo al peso que acarrea haber salido del país?


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